Mi experiencia con el covid-19

Lilián Bañuelos
6 min readJan 4, 2021

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La coincidencia

Mi talón de Aquiles son las gripas. Desde muy niña tuve lidiar por largos periodos con estreptococo que incluso me llegaron a afectar el corazón. Cada año suelo padecer casi religiosamente una o dos gripas de temporada. Algunas más fuertes que otras, toda la vida he batallado con eso a diferencia de, por ejemplo, mi esposo, a quien conozco desde hace casi nueve años y al que sólo le he cuidado un par de gripes muy fuertes. El 19 de diciembre de 2019 me llegó mi dosis de enfermedad de garganta de cada año. Tengo la fecha muy presente porque fue justo después de la fiesta de fin de año de la agencia en donde trabajaba. Después de una noche larga de bastantes tragos y karaoke llegué a mi casa con un fuerte dolor de garganta que varios días después me traté con antibióticos. Después de que cesó el dolor, pasé a la etapa de la gripa. Recuerdo que ya estando de regreso en la oficina tenía en mi escritorio un montículo de pañuelos desechables llenos de mocos y no paraba de estornudar. Esa estampa honestamente me parece impensable a estas alturas y me orilla a pensar en que ojalá de aquí en adelante sea inadmisible tener una persona en ese estado en una oficina. Cuando llegó la epidemia, ya en 2020, llegué a creer en que ese año no iba a sufrir ninguna gripa estacional porque, claro, me estaba cuidando mucho de la principal y de la que a todos nos tenía encerrados: me equivoqué. Justo el 19 de diciembre de 2020 fue que se presentaron mis primeros síntomas de covid.

El contagio

Lo primero que preguntaban algunos de mis contactos, incluso antes de saber cómo estaba, era: “¿cómo te contagiaste?”. Entiendo que la pregunta viene desde esa urgente necesidad de tener una nueva pista para lograr resolver el acertijo que nos tiene en la locura desde hace meses. Supongo esperaban algo concreto: “pues, mira, me fui de fiesta”, “resulta que me lo contagió mi comadre”, “me metí a un sauna lleno de mujeres”, no sé, algún relato con moraleja. Desgraciadamente no hubo tal. Ninguna de las personas con las que conviví en esa temporada desarrollaron síntomas y tampoco hice una actividad de alto riesgo. Todo indica a que posiblemente recogí el virus de alguna superficie. Así de impreciso y perturbador. Admito que atravesé por un periodo de coraje. ¿Por qué si tengo amistades y conocidos que se la han pasado haciendo vida social, en restaurantes y paseando de aquí para allá nunca se han enfermado y, yo, en un descuido, me contagié? No es que quisiera que se contagiaran, de verdad que no, pero entonces, ¿cuál es la mecánica del juego?, ¿en dónde venden el mapa con las instrucciones? Descubrí que también hay que aprender a vivir en la peligrosa jungla de las leyes de probabilidad y el azar.

Los síntomas

Un día, de la nada, hice una siesta de cuatro horas porque sentía un agotamiento inusual y un latente dolor de cabeza. Al día siguiente, un viernes, el dolor de cabeza seguía a la par de un dolor de espalda que asocié el hecho de que aún no tengo en casa una silla decente para trabajar. Para el sábado ya tenía el cuerpo cortado, dolor de cabeza, de garganta, escalofríos y unas punzadas muy dolorosas en los músculos de la cintura para abajo. Conforme avanzaba el día mis síntomas empeoraban, así que hablé con Gabriel, mi esposo, y le dije que era momento de aislarme. Hacia la madrugada, la temperatura ya era de 38 grados. El domingo lo pasé un poco peor: la fiebre iba y venía y el dolor de cuerpo era insoportable. El lunes fui con el médico que trató a mi hermano por covid en julio. Me dijo que no perdiera tiempo y dinero haciéndome pruebas, era evidente que tenía el bicho de la temporada, que por eso se llama “pandemia”. También me dijo que se venía días complicados y que posiblemente llegarían más síntomas. Que vigilara mi oxigenación y que me cuidara mucho del frío. Me recetó un tratamiento de antibióticos con cortisona y me deseo mucha suerte. Algo que me comentaba mientras me tomaba la temperatura y me ponía el oxímetro era que el comportamiento de las personas es errático. Si estornudamos o amanecemos con algo de resaca ya nos creemos portadores del virus, pero cuando llega un par de síntomas reales inmediatamente asumimos que es sólo “una gripa”, entonces pasan los días y es cuando todo se complica. Pasamos fácilmente de la paranoia a la evasión.

Como ese lunes de consulta me sentía un poco mejor, pensé que sería de esas privilegiadas a las que sólo les pega “unos días” y después están como si nada cumpliendo aislamiento riguroso mientras ven Netflix y leen novelas pendientes. Además, no olvidemos que “como sano” y “hago ejercicio”. Los días que siguieron no fueron mejores. Se vinieron horas de mucha angustia y malestar infernal. Los nuevos síntomas se presentaban como ráfagas sin previo aviso. Como actos de una obra desconocida, entre uno y otro había intermedios con remansos de quietud pero después se venía un torbellino de dolor e incertidumbre. Tuve mucha fatiga, insomnio, náuseas, diarrea, temblores, sudoración, escalofríos, fiebre, boca seca, migraña, taquicardias, tinnitus, acúfenos y lo que, ahora sé, se conoce como “niebla mental”. No perdí el gusto ni el olfato pero la comida me sabía rara: entre metálica y amarga. Es hora que muchos alimentos no me saben igual: el café ha perdido su grandeza en mis papilas gustativas. La niebla mental, junto con la fatiga y los acúfenos, aún están presentes a manera de secuelas.

La ansiedad

Me diagnosticaron ansiedad generalizada en 2007. Es un tema que en últimas fechas evito hablar porque me parece que en la discusión pública se ha banalizado mucho. Desde entonces he vivido con ese problema y lo he logrado palear bastante bien gracias a muchas herramientas. He tenido tratamientos farmacológicos y encontré en el ejercicio y la buena alimentación el mejor método de control. No obstante, y los que la padecen me entenderán, es algo que siempre está ahí esperando hacerse presente en los peores momentos de tu vida. Aún no tengo claro sin las taquicardias que me daban eran porque forman parte del cuadro de la enfermedad o eran ataques de pánico que me sucedían a la par del virus y como consecuencia de mi desesperación. No podía interactuar con casi nadie porque hablar del tema me alteraba. Tenía que elegir muy bien las películas o videos para ver porque ciertos tonos de voz, sonidos y situaciones estridentes me detonaban un ataque de pánico. Tampoco podía consumir contenidos muy complejos porque no podía entender nada de lo que decían: terminaba muy confundida y con más dolor de cabeza. Era como si estuviera aprendiendo un nuevo idioma.

En resumen, el covid (ya sé que lo correcto es “la covid” pero me suena feo) y la ansiedad combinan pésimo.

Piensos muy míos

Creo que los negacionistas son los menos pero lo que sí abundan son los que creemos que a nosotros no nos va a ocurrir. También considero que cubrebocas protege de algo y al mismo tiempo crea una falsa sensación de seguridad, es decir, mientras traiga la garra en la cara es posible ejercer mi grandioso estilo de vida: hay demasiada fe vertida en un pedazo de tela.

Posiblemente yo lo llegué a hacer con algún paciente de covid, no lo recuerdo, pero con las mejor de las intenciones, nuestra reacción inmediata es decirles “cuídate mucho”. Cuando a mí me lo decían, me moría de ganas de responder: “sí, mira, ya no me cuidé, estoy atravesando por esto y sólo queda salir avante; más bien cuídate tú”. Quise decirlo todas veces pero, por supuesto, no lo hice.

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